Los secretos congelados en el tiempo que el volcán no pudo destruir
fig 1
fig 2
fig 3
fig 4
fig 5
fig 6
fig 7
fig 8
fig 9
fig 10
fig 11 a
fig 11 b
fig 12
fig 13
fig 14
fig 15
fig 16
fig 17
Vivimos rodeados de enigmas del pasado. Cerca del volcán Vesubio (fig 1) se encuentran unas ciudades fantasma que encienden la imaginación. Sus ruinas duermen ajenas al drama colosal que allí se desarrolló hace casi veinte siglos. Pasear por Pompeya y Herculano es la vía para entrar en la Historia y conocer la historia de un desastre como ningún otro. Aunque es difícil hacerse una idea de lo que fue aquello.
Hace un par de años estuve Pompeya y, en una de sus calles, experimenté una extraña sensación. Fue en la via de la Abundancia, principal arteria comercial d ela ciudad, libre de turistas en aquél momento, donde paré para descansar un momento. Cerré los ojos y, al poco rato, pude oír claramente los gritos de un gentío. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Aquellas gentes parecían estar allí, con la diferencia de que todos llevaban casi dos mil años muertos. Cuando pienso en ello resuena todavía en mí el eco de aquellos terribles alaridos. Creo que nuestro cerebro suele a veces jugarnos estas malas pasadas, rememorando situaciones al desempolvar recuerdos, en este caso secuencias de alguna película sobre Pompeya Y estuve en el sitio apropiado para que aquellos “actores” virtuales interpretaran su papel.
Pompeya es uno de los más emblemáticos nombres y lugares del imperio romano. Ubicada junto a Herculano, otra antigua urbe romana que en su día fue más pequeña y más rica que Pompeya. Las dos, hoy en ruinas, se hallan en la región de Campania, cerca de la moderna ciudad de Nápoles, en el sur de Italia.
Desde el siglo VIII antes de Cristo Pompeya pasó por varias dominaciones. Primero fue ocupada por los oscos, un pueblo de la antigua Italia prerromana de origen desconocido Posteriormente, los etruscos se asentaron en la zona y durante más de un siglo rivalizaron con los griegos por el control de la región. En el año 80 a.C., Lucio Cornelio Sila conquistó Pompeya, que se convirtió en una ciudad de provincias del Imperio Romano. Pronto se transformó en un importante punto de paso de mercancías que llegaban por vía marítima y que eran enviadas hacia Roma o hacia el sur de Italia siguiendo la cercana Vía Apia. Pronto asumió el aspecto de una ciudad romana, bulliciosa y próspera, habitada por mercaderes y artesanos y por patricios que se hicieron construir lujosas villas.
Era una ciudad, con 20.000 habitantes, muy comercial, muy activa; con mucho politiqueo, lucro rápido, dinero bajo cuerda y grupos ideológicos totalitarios. El negocio y el comercio sexual imperaban a sus anchas. No en vano Pompeya era una ciudad de Venus, la diosa del amor y la belleza, a la que estaba dedicada desde su mismo nombre oficial.
El viajero que en aquella época visitara
Pompeya podría pasar junto a villas señoriales como la del Fauno
o la de los Misterios -así llamada por sus
extraordinarios frescos de contenido iniciático-, para luego
caminar por la avenida de las tumbas antes de llegar a la puerta de Herculano, la entrada a la ciudad. Una vez dentro, el visitante podía alojarse en
diferentes hospitium, como el de Aulo Cosio Libano o el de Sitio, dependiendo de su capacidad económica.
Al llegar al Foro, el lugar donde los ciudadanos realizaban comúnmente su vida social, el visitante podía admirar el templo de Júpiter, desde donde se podía apreciar en el horizonte la amenazante silueta del Vesubio (fig 12). Para disfrutar del ocio Pompeya contaba con palestras o gimnasios públicos, dos teatros,
termas y un anfiteatro; utilizado para acoger espectáculos y juegos. Tampoco faltaban las casas de juego, tabernas y burdeles. Los espectáculos del anfiteatro se
anunciaban por toda la ciudad por medio de carteles,
destacando especialmente la lucha de gladiadores, que se alternaba con otros espectáculos muy populares, como los combates entre hombres y fieras salvajes. Pompeya fue una ciudad
efervescente cuyos habitantes supieron armonizar de un modo admirable el trabajo y el
placer, pero cuyo pulso se detuvo para siempre una soleada mañana de verano.
Una apocalíptica explosión
Corría el 24 de agosto del año 79. La cólera de la Naturaleza se desató en toda su crudeza poco después de mediodía. Era una mañana soleada. Las callejuelas de Pompeya estaban en ese momento rebosantes de gente que paseaba y compraba en los múltiples tenderetes situados en las aceras de piedra (fig 2). De repente, la parte más alta del Vesubio voló por los aires en una apocalíptica explosión (fig 3). La cuenta atrás ya estaba en marcha
El volcán llevaba más de 1.500 años sin entrar en erupción, por lo que los habitantes de la región lo tenían por una simple montaña inofensiva. El desconocimiento agravó la situación teniendo en cuenta que en la época romana ni siquiera se tenía un verdadero conocimiento de lo que era un volcán. Las gentes se vieron sorprendidas por el fenómeno. Así pues, no es de extrañar que en un primer momento sólo una parte de los habitantes de la ciudad (fig 4) recogiesen algunas pertenencias y se marchasen presas del nerviosismo o el pánico, tratando de salir de la ciudad.
El volcán vomitó una nube negra de gas, ceniza y roca sobrecalentados (fig 5) que ascendió a 20 kilómetros de altura. El aspecto del volcán cambió bruscamente al desplomarse sus laderas y abrirse un cráter de unos once kilómetros de circunferencia. Poco después, la siniestra nube fue empujada por el viento hacia el sureste, haciéndola llegar hasta el mar. Así, Pompeya quedó oscurecida como si se hiciese de noche en pleno día, mientras que Herculano, situada mucho más cerca del volcán, siguió bañada por la luz del Sol. A la ceniza le siguió una lluvia de piedra pómez sobre la ciudad, un fenómeno inaudito para los romanos (fig 6), que pronto comenzó a acumularse sobre las calles y tejados.
El silencio de la muerte
Una hora después se inició la caída de ceniza y rocas de diversos tamaños, que fueron creando una capa cada vez más gruesa sobre el suelo y los tejados de las construcciones. Hacia las seis de la tarde se hundían los techos por la acumulación de material volcánico, y la gente huía despavorida de la ciudad entre nubes de polvo y ceniza. Se produjeron muertes entre los derrumbamientos, por la caída de piedras de mayor grosor y por asfixia a causa de los gases (fig 8), con infernal olor a azufre, o intentando taparse la boca para no inhalarlos, quedando inertes para siempre en su último suspiro. . Hubo gente que quedó angustiosamente atrapada en las casas, con las puertas y ventanas bloqueadas por la ceniza y el lapilli, la arena y la piedra pómez que cubrieron la ciudad como un granizo negro. Otros escaparon para morir en las calles. Pompeya fue literalmente bombardeada por la metralla arrojada por el volcán, y acabó ahogada por capas de ceniza, arena y grava de entre cuatro y ocho metros de altura. Unos siete millones de toneladas de escombros volcánicos se estima que cayeron sobre la ciudad.
Debió parecer un castigo divino. Muchos elevaron las manos hacia el cielo implorando a los dioses. Otros creyeron que había llegado el fin del mundo.Lo que siguió fue el silencio de la muerte. Pero lo más espantoso, el mayor peligro directo de una erupción volcánica, estaba aún por llegar.
Los rezagados sufrieron un destino terrible, cuando, en la madrugada y la mañana del día siguiente, sucesivas oleadas de gases y material incandescente (fig 7), lo que hoy se llamarían nubes piroclásticas o nubes ardientes, se abatieron desde el Vesubio hacia Pompeya y la vecina Herculano. Las víctimas se contaron por miles. El escritor Plinio el Viejo fue la más ilustre de ellas, pero hay dudas sobre las verdaderas causas de su muerte. Según el testimonio de su sobrino, murió asfixiado, lo que sugiere que fue víctima del último flujo piroclástico que se abatió sobre la zona. Sin embargo, el que sus acompañantes sobrevivieran ha hecho pensar que pereció de un ataque al corazón. Plinio el Joven, superviviente de la catástrofe, que se encontraba de visita en una villa, a treinta kilómetros de Pompeya, relató lo acontecido al historiador Tácito en dos cartas, que constituyen el más precioso testimonio directo de los hechos.
Se sabe que esas terroríficas avalanchas, que han sido estudiadas por los vulcanólogos en erupciones recientes, adquirieren gran velocidad, unos 300 kilómetros por hora, y arrasan con su impacto y su temperatura (que varía entre 350 a 1000 grados centígrados) todo lo que encuentran a su paso. Se sabe que varios flujos piroclásticos emanaron del cráter del Vesubio y fluyeron sobre las faldas del volcán, formando varias coladas. Se sabe que varios flujos piroclásticos emanaron del cráter y fluyeron sobre las faldas del volcán, n formando varias coladas. Una de ellas arrasó Pompeya, y otra, siete horas antes, devastó Herculano. Se calcula que sólo en Pompeya perecieron unas 2.000 personas.
El análisis de los restos de las víctimas de la erupción del Vesubio (fig 9) ha permitido reconstruir los últimos momentos de la vida de muchos pompeyanos. Algunos de los cuerpos se han hallado mezclados con ramas de árboles; quizá se agarraron a ellos en su desesperación o simplemente fueron aplastados junto con toda la vegetación del lugar. Los nuevos hallazgos indican que, contrariamente a lo que se creía, un gran número de las muertes (alrededor del 38 por ciento ) se habría producido en las primeras horas de la erupción. Muchos esqueletos de quienes trataron de escapar muestran fractura de cráneo, lo que indicaría que habrían muerto a causa del derrumbe de tejados o por grandes fragmentos de piedra volcánica.
Era una ciudad, con 20.000 habitantes, muy comercial, muy activa; con mucho politiqueo, lucro rápido, dinero bajo cuerda y grupos ideológicos totalitarios. El negocio y el comercio sexual imperaban a sus anchas. No en vano Pompeya era una ciudad de Venus, la diosa del amor y la belleza, a la que estaba dedicada desde su mismo nombre oficial.
El viajero que en aquella época visitara
Pompeya podría pasar junto a villas señoriales como la del Fauno
o la de los Misterios -así llamada por sus
extraordinarios frescos de contenido iniciático-, para luego
caminar por la avenida de las tumbas antes de llegar a la puerta de Herculano, la entrada a la ciudad. Una vez dentro, el visitante podía alojarse en
diferentes hospitium, como el de Aulo Cosio Libano o el de Sitio, dependiendo de su capacidad económica.
Al llegar al Foro, el lugar donde los ciudadanos realizaban comúnmente su vida social, el visitante podía admirar el templo de Júpiter, desde donde se podía apreciar en el horizonte la amenazante silueta del Vesubio (fig 12). Para disfrutar del ocio Pompeya contaba con palestras o gimnasios públicos, dos teatros,
termas y un anfiteatro; utilizado para acoger espectáculos y juegos. Tampoco faltaban las casas de juego, tabernas y burdeles. Los espectáculos del anfiteatro se
anunciaban por toda la ciudad por medio de carteles,
destacando especialmente la lucha de gladiadores, que se alternaba con otros espectáculos muy populares, como los combates entre hombres y fieras salvajes. Pompeya fue una ciudad
efervescente cuyos habitantes supieron armonizar de un modo admirable el trabajo y el
placer, pero cuyo pulso se detuvo para siempre una soleada mañana de verano.
Una apocalíptica explosión
Corría el 24 de agosto del año 79. La cólera de la Naturaleza se desató en toda su crudeza poco después de mediodía. Era una mañana soleada. Las callejuelas de Pompeya estaban en ese momento rebosantes de gente que paseaba y compraba en los múltiples tenderetes situados en las aceras de piedra (fig 2). De repente, la parte más alta del Vesubio voló por los aires en una apocalíptica explosión (fig 3). La cuenta atrás ya estaba en marcha
El volcán llevaba más de 1.500 años sin entrar en erupción, por lo que los habitantes de la región lo tenían por una simple montaña inofensiva. El desconocimiento agravó la situación teniendo en cuenta que en la época romana ni siquiera se tenía un verdadero conocimiento de lo que era un volcán. Las gentes se vieron sorprendidas por el fenómeno. Así pues, no es de extrañar que en un primer momento sólo una parte de los habitantes de la ciudad (fig 4) recogiesen algunas pertenencias y se marchasen presas del nerviosismo o el pánico, tratando de salir de la ciudad.
El volcán vomitó una nube negra de gas, ceniza y roca sobrecalentados (fig 5) que ascendió a 20 kilómetros de altura. El aspecto del volcán cambió bruscamente al desplomarse sus laderas y abrirse un cráter de unos once kilómetros de circunferencia. Poco después, la siniestra nube fue empujada por el viento hacia el sureste, haciéndola llegar hasta el mar. Así, Pompeya quedó oscurecida como si se hiciese de noche en pleno día, mientras que Herculano, situada mucho más cerca del volcán, siguió bañada por la luz del Sol. A la ceniza le siguió una lluvia de piedra pómez sobre la ciudad, un fenómeno inaudito para los romanos (fig 6), que pronto comenzó a acumularse sobre las calles y tejados.
El silencio de la muerte
Una hora después se inició la caída de ceniza y rocas de diversos tamaños, que fueron creando una capa cada vez más gruesa sobre el suelo y los tejados de las construcciones. Hacia las seis de la tarde se hundían los techos por la acumulación de material volcánico, y la gente huía despavorida de la ciudad entre nubes de polvo y ceniza. Se produjeron muertes entre los derrumbamientos, por la caída de piedras de mayor grosor y por asfixia a causa de los gases (fig 8), con infernal olor a azufre, o intentando taparse la boca para no inhalarlos, quedando inertes para siempre en su último suspiro. . Hubo gente que quedó angustiosamente atrapada en las casas, con las puertas y ventanas bloqueadas por la ceniza y el lapilli, la arena y la piedra pómez que cubrieron la ciudad como un granizo negro. Otros escaparon para morir en las calles. Pompeya fue literalmente bombardeada por la metralla arrojada por el volcán, y acabó ahogada por capas de ceniza, arena y grava de entre cuatro y ocho metros de altura. Unos siete millones de toneladas de escombros volcánicos se estima que cayeron sobre la ciudad.
Debió parecer un castigo divino. Muchos elevaron las manos hacia el cielo implorando a los dioses. Otros creyeron que había llegado el fin del mundo.Lo que siguió fue el silencio de la muerte. Pero lo más espantoso, el mayor peligro directo de una erupción volcánica, estaba aún por llegar.
Los rezagados sufrieron un destino terrible, cuando, en la madrugada y la mañana del día siguiente, sucesivas oleadas de gases y material incandescente (fig 7), lo que hoy se llamarían nubes piroclásticas o nubes ardientes, se abatieron desde el Vesubio hacia Pompeya y la vecina Herculano. Las víctimas se contaron por miles. El escritor Plinio el Viejo fue la más ilustre de ellas, pero hay dudas sobre las verdaderas causas de su muerte. Según el testimonio de su sobrino, murió asfixiado, lo que sugiere que fue víctima del último flujo piroclástico que se abatió sobre la zona. Sin embargo, el que sus acompañantes sobrevivieran ha hecho pensar que pereció de un ataque al corazón. Plinio el Joven, superviviente de la catástrofe, que se encontraba de visita en una villa, a treinta kilómetros de Pompeya, relató lo acontecido al historiador Tácito en dos cartas, que constituyen el más precioso testimonio directo de los hechos.
Se sabe que esas terroríficas avalanchas, que han sido estudiadas por los vulcanólogos en erupciones recientes, adquirieren gran velocidad, unos 300 kilómetros por hora, y arrasan con su impacto y su temperatura (que varía entre 350 a 1000 grados centígrados) todo lo que encuentran a su paso. Se sabe que varios flujos piroclásticos emanaron del cráter del Vesubio y fluyeron sobre las faldas del volcán, formando varias coladas. Se sabe que varios flujos piroclásticos emanaron del cráter y fluyeron sobre las faldas del volcán, n formando varias coladas. Una de ellas arrasó Pompeya, y otra, siete horas antes, devastó Herculano. Se calcula que sólo en Pompeya perecieron unas 2.000 personas.
El análisis de los restos de las víctimas de la erupción del Vesubio (fig 9) ha permitido reconstruir los últimos momentos de la vida de muchos pompeyanos. Algunos de los cuerpos se han hallado mezclados con ramas de árboles; quizá se agarraron a ellos en su desesperación o simplemente fueron aplastados junto con toda la vegetación del lugar. Los nuevos hallazgos indican que, contrariamente a lo que se creía, un gran número de las muertes (alrededor del 38 por ciento ) se habría producido en las primeras horas de la erupción. Muchos esqueletos de quienes trataron de escapar muestran fractura de cráneo, lo que indicaría que habrían muerto a causa del derrumbe de tejados o por grandes fragmentos de piedra volcánica.
Ya en el transcurso de las primeras excavaciones de Pompeya, los arqueólogos hallaron huecos en la ceniza solidificada que habían contenido restos humanos. Uno de estos arqueólogos, Giuseppe Fiorelli, obtuvo ya en 1860 los moldes de esos huecos rellenándolos con yeso. Las macabras figuras resultantes muestran con precisión el último hálito de vida de los pompeyanos, con la forma y posición exacta de los cuerpos (figs 11a y 11b) Parecen momias, pero que ofrecen tal detalle que se puede observar incluso la expresión de miedo de alguno de ellos o recrear cómo los fallecidos afrontaron aquellos últimos momentos de sus vidas. Uno de los más famosos moldes es el de un hombre sentado que se cubre el rostro con las manos (fig 10), que se exhibe en un almacén cercano al foro.
Hasta ahora se pensaba que los moldes explicaban la agonía de los pompeyanos por asfixia. Contrariamente a lo que creían hasta hoy los expertos, las víctimas no sufrieron una larga agonía por asfixia, sino que perdieron la vida al instante por exposición a altas temperaturas, de entre 300 y 600 º C, según estudios realizados por investigadores del Observatorio Vesubiano y de la Universidad Federico II de Nápoles.
Los moldes de los cuerpos presentan lo que se conoce como espasmo cadavérico, una postura adoptada únicamente cuando la muerte es instantánea. Parece ser que en Pompeya los cuerpos fueron expuestos a una temperatura cercana a los 300 ºC. En Herculano se alcanzaron los 600 ºC. Por otra parte, ni siquiera el tiempo de paso de la nube, entre uno y dos minutos, puede asociarse a una muerte por asfixia, que requiere un tiempo más largo. Por tanto, según los citados investigadores, las posturas de los cuerpos de las víctimas que durante muchos años se consideraron la expresión de un prolongado estertor, son en realidad la prueba de una muerte súbita por la elevadísima temperatura. Sucumbieron abrasados al instante
Los moldes de los cuerpos presentan lo que se conoce como espasmo cadavérico, una postura adoptada únicamente cuando la muerte es instantánea. Parece ser que en Pompeya los cuerpos fueron expuestos a una temperatura cercana a los 300 ºC. En Herculano se alcanzaron los 600 ºC. Por otra parte, ni siquiera el tiempo de paso de la nube, entre uno y dos minutos, puede asociarse a una muerte por asfixia, que requiere un tiempo más largo. Por tanto, según los citados investigadores, las posturas de los cuerpos de las víctimas que durante muchos años se consideraron la expresión de un prolongado estertor, son en realidad la prueba de una muerte súbita por la elevadísima temperatura. Sucumbieron abrasados al instante
El misterio del “rojo pompeyano”
La furia del Vesubio hizo desaparecer Pompeya y Herculano, pero el mismo manto de cenizas que preservó las ruinas de estas ciudades para la posteridad resguardó, al mismo tiempo, uno de sus tesoros más valiosos. En sus suntuosas residencias se hallaron maravillosos frescos que decoraban las paredes (fig 14). Centenares de estas pinturas murales se exhiben hoy en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Gracias a los trabajos de limpieza y restauración se han desvelado «colores antiguos y detalles nunca vistos, que han permitido a los especialistas profundizar en su conocimiento de las corrientes artísticas, los géneros y las técnicas de la pintura romana. Dioses, héroes, rituales, escenas de la vida cotidiana y del erotismo aparecen con su esplendor original.
Uno de los estilos, llamado también de pintura "arquitectónica", tiene su mejor exponente en la Villa de Boscoreale, donde príncipes, filósofos y personificaciones de dioses se perfilan sobre un fondo del mundialmente famoso "rojo pompeyano", el típico de esta ciudad. Este rojo chillón se obtenía antiguamente del cinabrio, un mineral formado por azufre y mercurio, y del minio, un mineral de plomo, pigmentos muy caros y raros que se utilizaban principalmente en el arte y la decoración.
Ahora se ha descubierto, al respecto, que gran parte de las paredes de las villas de Pompeya y Herculano (fig 13) no estaban pintadas originalmente de “rojo pompeyano”, su color actual.. En realidad se trata de un color ocre (fig 15) modificado químicamente por los gases a elevadas temperaturas que se produjeron durante la erupción del Vesubio.
El fenómeno de esta mutación de color, del amarillo al rojo (fig 17), era ya planteado como hipótesis por algunos expertos, pero un estudio del Instituto de Óptica del Consejo Nacional de Investigación de Florencia desvela el misterio, permitiendo cuantificar su alcance. “Las paredes que actualmente se perciben de color rojo son 246 y las de amarillo 57, pero de acuerdo a los resultados del estudio, inicialmente tenían que ser, respectivamente, 165 y 138, para un área de más de 150 metros cuadrados de pared”, precisa Sergio Omarini, director de la investigación .La investigación se ha llevado a cambo con un sofisticado instrumental de análisis, lo que ha permitido revelar la presencia de pigmentos de cinabrio y minio (fig 16).
En definitiva, aquella tragedia colectiva se ha convertido, paradójicamente, con el paso del tiempo en una bendición para los estudiosos de la antigua Roma.
Fotos:Gerard Coulon/Meter Connolly/Harry Foster/John Rogers/Nasa/BBC
La furia del Vesubio hizo desaparecer Pompeya y Herculano, pero el mismo manto de cenizas que preservó las ruinas de estas ciudades para la posteridad resguardó, al mismo tiempo, uno de sus tesoros más valiosos. En sus suntuosas residencias se hallaron maravillosos frescos que decoraban las paredes (fig 14). Centenares de estas pinturas murales se exhiben hoy en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Gracias a los trabajos de limpieza y restauración se han desvelado «colores antiguos y detalles nunca vistos, que han permitido a los especialistas profundizar en su conocimiento de las corrientes artísticas, los géneros y las técnicas de la pintura romana. Dioses, héroes, rituales, escenas de la vida cotidiana y del erotismo aparecen con su esplendor original.
Uno de los estilos, llamado también de pintura "arquitectónica", tiene su mejor exponente en la Villa de Boscoreale, donde príncipes, filósofos y personificaciones de dioses se perfilan sobre un fondo del mundialmente famoso "rojo pompeyano", el típico de esta ciudad. Este rojo chillón se obtenía antiguamente del cinabrio, un mineral formado por azufre y mercurio, y del minio, un mineral de plomo, pigmentos muy caros y raros que se utilizaban principalmente en el arte y la decoración.
Ahora se ha descubierto, al respecto, que gran parte de las paredes de las villas de Pompeya y Herculano (fig 13) no estaban pintadas originalmente de “rojo pompeyano”, su color actual.. En realidad se trata de un color ocre (fig 15) modificado químicamente por los gases a elevadas temperaturas que se produjeron durante la erupción del Vesubio.
El fenómeno de esta mutación de color, del amarillo al rojo (fig 17), era ya planteado como hipótesis por algunos expertos, pero un estudio del Instituto de Óptica del Consejo Nacional de Investigación de Florencia desvela el misterio, permitiendo cuantificar su alcance. “Las paredes que actualmente se perciben de color rojo son 246 y las de amarillo 57, pero de acuerdo a los resultados del estudio, inicialmente tenían que ser, respectivamente, 165 y 138, para un área de más de 150 metros cuadrados de pared”, precisa Sergio Omarini, director de la investigación .La investigación se ha llevado a cambo con un sofisticado instrumental de análisis, lo que ha permitido revelar la presencia de pigmentos de cinabrio y minio (fig 16).
En definitiva, aquella tragedia colectiva se ha convertido, paradójicamente, con el paso del tiempo en una bendición para los estudiosos de la antigua Roma.
Fotos:Gerard Coulon/Meter Connolly/Harry Foster/John Rogers/Nasa/BBC
No hay comentarios:
Publicar un comentario