jueves, 28 de julio de 2011

Los olvidados que llegaron a Machu Picchu antes que Hiram Bingham





Mientras se conmemora el centenario de un encuentro extraordinario, protagonizado por el explorador estadounidense Hiram Bingham, la primera persona que dio a conocer al mundo las maravillas y el misterio de Machu Picchu, las evidencias históricas indican que estas legendarias ruinas ya habían sido visitadas con anterioridad. El propio Bingham sabía de sobra que no era él el primero en contemplar esta ciudadela sagrada, que Pachacútec, primer emperador inca, mandó construir a mediados del siglo XV.






Agustín Lizárraga

Testimonios históricos demuestran que al menos dos alemanes, un británico y un francés, además de los colonos de la zona, conocían la existencia de las ruinas de Machu Picchu antes de la llegada de Bingham en 1911. Es más, según el investigador Donato Amado, de la Universidad San Antonio Abad de Cusco, en Perú, Machu Picchu nunca se convirtió en “una ciudad perdida”, como la denominó Bingham, y era conocida desde el siglo XVI. Según un documento del Archivo Nacional de Perú, fechado en 1714 y que se refiere a las ruinas como “el pueblo antiguo de los incas de la montaña Huayna Picchu”, el pico de Machu Picchu formó parte de las haciendas repartidas por la colonia. La documentación histórica permite seguir durante los siglos los cambios de propiedad de los terrenos en los que se encuentra el santuario inca.




Clement Markham


Por su parte, unos 44 años antes de la exploración de Bingham un aventurero y empresario alemán, llamado Augusto R. Berns, también tenía constancia de las ruinas. Una detallada investigación, llevada a cabo por el historiador Paolo Creer en archivos de Estados Unidos y Perú, ha desenterrado documentos que revelan que entre 1867 y 1870 Berns exploró Machu Picchu y descubrió varias estructuras subterráneas selladas

Berns llegó a Perú contratado para construir el ferrocarril del sur Andino. Creó un aserradero para fabricar traviesas de ferrocarril en la localidad de Aguas Calientes, al pie de la montaña de Machu Picchu. Exploró asimismo la región en busca de yacimientos de oro y plata en provecho propio. En la Biblioteca Nacional de Perú se conservan dos planos, propiedad de Berns y su socio Harry Singer, que muestran la ubicación de lo que ellos llamaron la Huaca del Inca, exactamente donde se encuentra Machu Picchu. Finalmente, en 1887, Berns creó un oscuro negocio de saqueo de antigüedades, y es de suponer que volvió a Machu Pichu, aunque lo que allí encontró y luego vendió sigue siendo un completo misterio.

Por aquellos años otro alemán, el geógrafo Herman Gohring, llegó a la zona del valle de Urubamba para construir una carretera por encargo del gobierno de la época. Los mapas que tanto Berns como Gohring hicieron de la zona de Machu Picchu sugieren que ambos habrían paseado por las ruinas incas en más de una ocasión, aunque no se han encontrado testimonios de que uno y otro se conocieran.

Especial mención merece en esta historia la figura del cusqueño Agustín Lizárraga, que estuvo en Machu Picchu nueve años antes que Bingham. Las historiadoras Yasmina López Lenci y Mariana Mould de Pease se han encargado de reconstruir la historia de este hombre que no solo estuvo en varias ocasiones recorriendo las ruinas incas sino que llevó a otras personas a conocer esas construcciones de piedra maravillosamente tallada.




Albert Giesecke

En 1902, este agricultor que arrendaba tierras en los márgenes del río Urubamba organizó una excursión que partió de la hacienda Collpani, perteneciente a la familia Ochoa, situada a siete kilómetros del santuario inca. El 14 de julio de ese mismo año, Lizárraga trepó por la montaña, acompañado de su primo y dos peones, y consiguió llegar hasta la ruinas de Machu Picchu. Para dejar constancia de su hallazgo, Lizárraga grabó su nombre y la fecha en una piedra del Templo de las Tres Ventanas de la ciudadela. Al bajar de la montaña narró su aventura a Justo Cenón Ochoa, propietario de la hacienda Collpani, quien poco después, con motivo de una boda, organizó junto a su familia "el primer viaje turístico" a Machu Picchu.




Hiram Bingham


Cuando Hiram Bingham llegó a la ciudadela en 1911, documentó en sus cuadernos la inscripción de Lizárraga. Al año siguiente, el explorador estadounidense borró la inscripción de la piedra (y de la historia) al enterarse de que Lizárraga había fallecido trágicamente en febrero de ese año, al caer de un puente y ahogarse en el río Vilcanota.




Mapa de Gohring de 1874


El cuzqueño Américo Rivas es el autor del libro titulado "Agustín Lizárraga: el gran descubridor de Machu Picchu", la primera obra sobre el tema que añade abundantes detalles inéditos a una historia ya conocida y aceptada por los especialistas, pero que aún el público general desconoce incluso en el propio Perú. Hacer justicia a Lizárraga se ha convertido para Rivas en una cuestión personal a la que ha dedicado años de investigación




Mapa de Berns y Singer

Precisamente, fue su interés por buscar nuevas tierras de cultivo lo que, según Rivas, llevó a Lizárraga a descubrir Machu Picchu. "Recorrieron todo el día Machu Picchu, encontrando palacios y demás construcciones, aún con cerámicas en las hornacinas. Cuando bajaron y narraron lo que habían visto contaron que pareciera que la ciudad había sido abandonada de golpe", señala Rivas. Lizárraga murió sin poder reclamar su descubrimiento, y el propio Rivas lamenta que el Estado peruano no haya sido capaz, más de cien años después de aquello, de reconocer al personaje como merece.
Otro personaje que también hizo mapas fue Clement Markham, un geógrafo y oficial de la marina inglesa que estuvo en 1852 en el valle del Urubamba y no fue hasta 1910 que publicó un informe amplio que incluía un mapa en el que estaba Machu Picchu. En su publicación, no sólo abordó oportunidades de negocio en la zona como la madera, la quinina y la chinchilla, sino que también instó a la realización de estudios arqueológicos citando a investigadores peruanos que ya trabajaban el tema.






Probablemente algunos de estas cartografías llegaron a manos de Bingham, información que fue utilizada por el explorador en sus expediciones. Los historiadores también mencionan a un compatriota suyo que ya conocía Machu Picchu antes de la llegada de Bingham. Se trata del norteamericano Albert Giesecke, que fue rector de la Universidad San Antonio Abad de Cusco. Fue él quien dio las referencias de la existencia de las ruinas e incluso mencionó a Melchor Arteaga, quien más tarde se convertiría en guía de Bingham durante su histórica expedición.

domingo, 24 de julio de 2011

Hoy se cumplen 100 años del redescubrimiento de Machu Picchu

El explorador estadounidense Hiram Bingham fue quien dio a conocer esta maravilla al mundo


Hoy, 24 de julio, el mundo tiene algo que celebrar. Se conmemora el centenario de uno de los acontecimientos más destacados de la historia de la Arqueología. Fue en 1911, cuando un joven arqueólogo y explorador estadounidense, llamado Hiram Bingham, llega a Cusco, en Perú, con la intención de encontrar la legendaria capital de los descendientes de los incas, Vilcabamba, tenida como baluarte de la resistencia contra los invasores españoles. Tras varios días de recorrer el valle de Urubamba, a uno 112 kilómetros de Cusco, encontró a un campesino, llamado Melchor Arteaga, que se ofreció a enseñarle unas ruinas construidas en una montaña próxima, a la que llamaba Macchu Picchu, nombre de origen quechua que significa “ montaña vieja”.





El relato original del redescubrimiento apareció en

un número especial de abril de 1913 de National Geographic

Al grupo expedicionario se les unió Fabián Carrasco, un sargento peruano. Los tres, Bingham, Arteaga y Carrasco, se dirigen hacia el río Urubamba y caminan hasta un frágil puente de madera que los lugareños habían construido con el fin de vadear la estruendosa corriente fluvial. Arteaga sabía que era peligroso, pero Bingham iba literalmente muerto de miedo: tuvo que cruzarlo a gatas, aferrándose con fuerza a cada uno de sus frágiles escalones.

Una vez superado el obstáculo siguieron subiendo por la montaña. Al poco rato, la selva comenzó a causar estragos en el pálido y delgado profesor: el calor y la humedad se hacían insoportables. A medio camino encontraron una choza, donde dos aldeanos los recibieron con agua fresca. Se llamaban Toribio Richarte y Anacleto Álvarez y, según dijeron, vivían allí hace años. Arteaga, como ya había estado en el lugar que Bingham buscaba, no quiso seguir subiendo más e invita al hijo pequeño de Álvarez, Pablo, a continuar con el extranjero




El explorador Hiram Bingham en 1912 en Machu Picchu


Era mediodía del 24 de julio de 1911. A 2.438 metros de altitud, en la cordillera central de los Andes peruanos, el grupo escala con dificultad, donde lo permitían los imponentes precipicios, la escabrosa montaña de Machu Picchu . Abajo, en la lejanía, los rápidos del Urubamba siguen su curso incontenible hacia el Amazonas. Tras una fatigosa ascensión por la intrincada jungla, el grupo llega, por fin, hasta unas ruinas emplazadas en un repecho de la montaña. Bingham contempla boquiabierto un paraje y un paisaje asombrosos. Allí estaba lo que había buscado con tanto ahínco. A pesar de la densa vegetación que las engullía, advirtió que éstas no eran unas ruinas comunes. De la densa maraña de maleza se adivina un vasto complejo de edificios y unas murallas de granito blanco espectaculares. Las formas arquitectónicas son inconfundiblemente incas. Una ciudad fantasma, inexpugnable, fuertemente defendida por la Naturaleza, oculta al mundo exterior. “Aquello me dejó sin aliento… - escribiría después Bingham -. Era como un sueño inverosímil.”

La creencia de que se trataba de Vilcabamba llevó a Bingham a recaudar fondos para financiar una nueva expedición, que fueron aportados por su suego,. Dueño de las famosas joyerías Tiffany, la Universidad de Yale, en Estados Unidos, donde Bingham trabaja como profesor y la National Geographic Society. El nuevo equipo expedicionario permaneció durante siete meses, en 1912, despejando de maleza la zona, excavando y fotografiando el lugar, sacando a la luz decenas de miles de piezas arqueológicos y momias procedentes de cuevas funerarias. Bingham lo contó todo magistralmente en una edición especial de la revista de National Geographic de abril de 1913.



"Hasta donde yo sé, no hay en los Andes un lugar

mejor defendido por la Naturaleza". - H.Bingham



Pero no se trataba de Vilcabamba., sino de uno de los escasos enclaves incas que eludieron a los conquistadores españoles. Así quedó revelada al mundo la fabulosa ciudadela sagrada de Machu Picchu, joya arquitectónica, cuna de la civilización incaica, reliquia de la magnificencia y esplendor de un poderoso imperio, orgullo del pueblo de Perú, que hoy es considerada una de las 7 nuevas Maravillas del Mundo (ver en este mismo blog “El legendario santuario de Machu Picchu, en Perú, uno de los lugares más impresionantes de la Tierra”, 8 de febrero de 2011).





La ciudadela inca iluminada, de noche, durante los

actos de celebración del redescubrimiento





Aunque se ha llevado la fama y la gloria, numerosas evidencias históricas apuntan a que Bingham no fue el descubridor de Machu Picchu. Antes que él, otros ya habían constatado la existencia de la emblemático santuario inca. Lo relevante, lo decisivo, era mostrar y demostrar el valor de esas ruinas, desentrañar su enigmático pasado y darlas a conocer al mundo entero. Y Bingham lo hizo.

Fotos; Hiram Bingham/NGS/Andy Bitterer/Machu Picchu 100 años

lunes, 18 de julio de 2011

CARA A CARA CON EL PASADO


La coquetería de un rey medieval, la mujer que llegó de la Edad del Hielo y la niña que conoció a Pericles





Un día fueron tan reales como nosotros hoy. Son tres historias y tres vidas que han sido rescatadas de las sombras del tiempo. Eran tres seres sin rostro que, gracias a la tecnología forense más innovadora, han recuperado la fisonomía que tuvieron en vida. Y ahora finalmente podemos mirarles a los ojos y reconocerlos. Ya nos resultan familiares.







(Agrandar haciendo clic sobre las fotos)




Las investigaciones de un numeroso grupo de especialistas dirigidos desde el Museo de Historia de Cataluña han permitido llevar a cabo una sorprendente reconstrucción facial. Ahora sabemos cómo era el auténtico rostro de un rey medieval, el de Pedro III de Aragón, rey de Valencia, Sicilia y conde de Barcelona, llamado el Grande, que fue hijo de Jaime I el Conquistador.

La tecnología forense ha obrado el “milagro” de recuperar la imagen de un individuo a partir del cráneo del esqueleto. Este caso tiene un doble valor añadido, pues existen escasas representaciones de los reyes de aquella época. Pocas tumbas reales han sido investigadas en el mundo de manera científica, bien porque fueron destruidas o porque son inaccesibles a los investigadores por las restricciones de casas reales o gobiernos.





Los restos parcialmente momificados de Pedro el Grande, enterrados hace más de 700 años, fueron extraídos en 2010 del panteón real del Monasterio de Santes Creus (Tarragona) de la orden cisterciense, la única tumba de la Corona de Aragón de época medieval que no había sido profanada. Investigaciones posteriores han confirmado que el soberano era un hombre fuerte y sano, que falleció prematuramente a los 45 años. Tenía la cara alargada y una mandíbula prominente, y era muy alto para los estándares de su tiempo, 173 centímetros. La sorpresa ha llegado tras los análisis químicos realizados a los restos de los pelos de la barba del monarca, que han permitido identificar la existencia de tratamientos a base de productos cosméticos, en concreto la presencia de una sustancia procedente de la planta de la retama, lo que indica que Pedro III se teñía el pelo de rubio.

Los análisis han confirmado que los restos fueron embalsamados. El cuerpo conserva rastros de piel, musculatura e incluso podría albergar parte de algún órgano. El rey no descansaba en un ataúd sino directamente en una suntuosa bañera de pórfido romana. El rey, que nació en Valencia en 1240 y murió en la localidad barcelonesa de Vilafranca del Penedès en 1285, fue enterrado con el pelo totalmente rapado y los tejidos que le envolvían eran de muy buena calidad.




La Mujer de Las Palmas

No tenía más de 50 años de edad cuando la Mujer de las Palmas falleció a finales de la última glaciación. Unos 10.000 años después sus restos, unos de los esqueletos más antiguos de América, fueron hallados por unos buceadores en el cenote de Las Palmas, una cueva inundada situada cerca de Tulum, en la costa oriental de la Península de Yucatán, en México.






Debido al excelente estado de conservación del esqueleto, que fue encontrado prácticamente completo, expertos del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México han podido recrear la apariencia física de esta mujer de la Edad del Hielo. La réplica muestra a una mujer de entre 44 y 50 años, 152 centímetros de estatura y unos 58 kilogramos de peso. La mujer era robusta, de cara ancha, pómulos prominentes, labios delgados y escaso pliegue epicántico – piel del párpado superior – que caracteriza a los ojos de numerosas poblaciones modernas de Asia. En la réplica, la mujer aparece vestida con una túnica tejida que le cubre hasta las rodillas.

Lo sorprendente de la Mujer de Las Palmas es que su fisonomía no corresponde con las características de las poblaciones indígenas mexicanas y tampoco a los pobladores más antiguos de América, como los paleoamericanos y los amerindios. La estructura corporal, la piel y los ojos de aquella mujer se asemejan más, al parecer, a los de los habitantes de zonas del sureste de Asia, como Indonesia.





Lo cierto es que la Mujer de Las Palmas se ha convertido en una pieza clave para entender los orígenes del poblamiento de América. Una de las teorías sobre la llegada del ser humano al continente americano es que éste fue poblado por migraciones procedentes del norte de Asia que atravesaron el Puente de Beringia, un puente de tierra o amplio territorio que abarcaba Siberia (Asia), Alaska (América) y la mayor parte del actual mar de Bering, que se formó en dos momentos de la última glaciación debido al descenso de los océanos, donde actualmente se encuentra el estrecho de Bering.
El estudio de la Mujer de Las Palmas refuerza la hipótesis de que al continente americano no sólo llegaron movimientos migratorios del norte de Asia (estepas siberianas), como sostiene una de las teorías más divulgadas, sino también del centro y del sur.




La niña que conoció a Pericles

Myrtis no era muy diferente de las demás niñas de su edad. Tenía el cabello castaño, tirando a rojizo, la nariz recta, unos grandes ojos castaños y los dientes superiores ligeramente prominentes.



Myrtis fue una de las numerosas víctimas de una devastadora epidemia de fiebre tifoidea que acabó con un tercio de la población de Atenas en el siglo V a.C., durante el segundo año de la Guerra del Peloponeso, entre ellos Pericles, el influyente político y oradorla de la Grecia clásica. La plaga mortal. sembró de tumbas la ciudad y llevó a sus ciudadanos a arrojar a los muertos en fosas comunes olvidándose de sus ritos



Myrtis apenas tenía 11 años cuando murió y fue enterrada en una fosa común junto a otras 150 personas. Su cráneo fue hallado durante unos trabajos de excavación. El perfecto estado de conservación del cráneo fue la razón principal que impulsó a Manolis Papagrigorakis, de la Universidad de Atenas, a llevar a cabo una reconstrucción facial con el fin de recuperar la imagen de la niña a partir del cráneo, la mandíbula y los dientes. Los científicos utilizaron un sofisticado programa informático en 3-D, desarrollado en la Universidad de Manchester, usado habitualmente por los antropólogos forenses en los procesos de reconstrucción facial de las momias egipcias.

El grupo de Papagrigorakis analizó los restos de ADN presentes en la dentadura de tres cadáveres de la fosa común elegidos al azar. Los análisis realizados han permitido a los investigadores concluir que los sujetos fallecieron a causa de la fiebre tifoidea, al hallar en los dientes examinados restos de la Salmonella typhi, la bacteria responsible de la infección

Se trata de la primera reconstrucción de la fisonomía de un ateniense que se intenta con la ayuda de las modernas tecnologías. Posiblemente no fue Mytis, “mirto”, su verdadero nombre, pero los científicos se han decantado por él, por ser un nombre muy común entre las jovenes de la época. El grupo de investigación ha señalado también la posibilidad de que algún rasgo de Myrtis pueda ser ligeramente diferente a como fue en realidad, dada la dificultad de reproducir las partes blandas de la cara, como la nariz y las orejas. Con todo, el trabajo está ahí y, una vez más, tenemos la oportunidad de estar cara a cara con el pasado.

Fotos: Museo de Historia de Cataluña/ Instituto Nacional de Antropología e Historia de México/O. Panagiotou

sábado, 2 de julio de 2011

EL JUGUETE JAPONÉS QUE FUNCIONA CON LA MENTE

Fig. 1






Fig. 2








Fig. 3



(Click en las imágenes para ampliar)




¿Qué pensarían si les digo que estas orejas de gato para disfraz se mueven dependiendo del estado de concentración mental de quien la usa? Pero ¿cómo funcionan?

El novedoso dispositivo, creado por un equipo de inventores japoneses, es una mezcla entre juguete e ingenio de alta tecnología. Se llama "Nekomini" (del japonés, neko. gato, y mimi, oreja), pero cuyas primeras sílabas significan también "neuro comunicación".Lo increíble del artefacto es que no utiliza pilas, sino unos sensores especiales que captan la actividad de la mente, así como suena. En efecto, los sensores, que son utilizados en dispositivos médicos, detectan las ondas cerebrales, es decir la actividad bioeléctrica que fluye a través del cerebro (Fig. 1). Las orejas cambian de posición: se alzan cuando el portador está concentrado (Fig. 2) y bajan cuando se encuentra relajado (Fig. 3).

Nuestros neuronas se comunican con señales eléctricas, químicas… y ondas cerebrales. Éstas últimas son oscilaciones de actividad eléctrica generadas por la sincronización de muchas neuronas. Existen ondas de distintas frecuencias y amplitudes que viajan de un lado a otro de nuestro cerebro. Los neurocientíficos saben con cierto detalle qué ondas aparecen durante el sueño y qué ondas emergen durante distintas tareas cognitivas mientras estamos despiertos. Y están empezando a comprender las propiedades que rigen el comportamiento de estas ondas que, en el futuro, abrirán un mundo insospechado de aplicaciones, entre ellas nuevas vías de comunicación.

Fotos: Neurowear

LOS PRIMEROS OJOS

Fig. 1



Fig. 2





Fig. 3








Fig. 4


(click en las imágenes para ampliar)


La visión siempre fue un factor clave para la selección y supervivencia de las especies. La capacidad de ver tuvo que ser, desde los orígenes de la vida compleja en la Tierra, una clara ventaja evolutiva, que pudo marcar la diferencia entre sobrevivir o extinguirse.

Los trilobites son los fósiles más característicos de la Era Paleozoica, que comenzó hace unos 540 millones de años. Parece ser que estos artrópodos marinos extintos fueron las primeras criaturas en desarrollar ojos compuestos, análogos a los que se encuentran en ciertos artrópodos actuales como insectos y crustáceos. Probablemente este tipo de visión fue una de las claves de su éxito evolutivo. No en vano la presencia de los trilobites en la Tierra se prolongó durante todo el Paleozoico, más de 300 millones de años.

Ahora, un equipo internacional de paleontólogos, encabezado por el español Diego García Bellido, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), acaba de describir en el último número de la revista Nature, el ojo compuesto mineralizado de un artrópodo marino, que ha sido encontrado entre dos trilobites fosilizados (Fig. 2). La criatura, un activo depredador que pudo ser similar a un bogavante o a una langosta, vivió hace unos 515 millones de años en lo que hoy son las inmediaciones de Adelaida (Australia), en la localidad conocida como Emu Bay Shale (Fig. 1). La importancia del hallazgo consiste en que se trata de un órgano visual complejo (Fig. 3), con un elevado número de unidades sensoriales luminosas, y que daría a su portador una visión muy aguda para la época.

Los fósiles ahora encontrados en Australia demuestran que los animales más tempranos ya contaban con ojos sorprendentemente avanzados, casi tan sofisticados como los que hoy poseen muchos artrópodos e insectos. Cada ojo tenía más de 3000 lentes individuales, que les daba una agudeza visual que les permitía ver en ambientes de poca luminosidad. El ojo compuesto de los trilobites de la época sólo contaba con un centenar de lentes, mientras que las libélulas actuales llegan a tener unas 28.000 (Fig. 4)

Fotos: John Paterson (University of New England)