En su camino hacia Júpiter, el pasado 26 de agosto, la sonda espacial Juno de la Nasa ha captado esta instantánea que muestra la Tierra y la Luna desde una distancia extraordinaria, del orden de 9 millones de kilómetros. Para hacernos una idea de lo que este alejamiento representa digamos que la Luna se encuentra a una distancia media de 384.400 kilómetros de la Tierra.
Volviendo a la imagen, el valor de ésta no solo reside en su perspectiva -rara vez se presenta la oportunidad de ver ambos mundos como unas motas de luz casi imperceptibles por el fulgor del Sol- sino también en la fragilidad que transmiten desde tan lejos, como dos gotas flotando en la tenebrosa soledad del océano cósmico.
Aunque no seamos distinguibles, muy pronto habrá 7000 millones de seres humanos en ese pálido punto blanco-azulado. Ciertamente, da que pensar. Mientras hacemos el amor o la guerra, nos lavamos los dientes o nos desplazamos al trabajo, estamos al mismo tiempo recorriendo el Universo, adheridos a la superficie de un planeta rocoso y protegido tan sólo por una tenue capa de atmósfera habitable. Nos guste o no, es donde tenemos que quedarnos. ¿Puede haber algo tan misterioso que esta desconcertante incongruencia de llevar nuestra vida cotidiana a bordo de una nave espacial planetaria, tan vulnerable?
Y gracias al otro punto luminoso, la Luna, los humanos estamos aquí. Si no fuera por ella, la Tierra daría una vuelta cada 8 horas en lugar de cada 24. Los años tendrían 1.095 días de 8 horas. Con la Tierra dando vueltas a una velocidad exagerada los vientos serían mucho más potentes de lo que conocemos hoy día, la atmósfera tendría mucho más oxígeno y el campo magnético sería tres veces más intenso. Es evidente que la vida o no hubiera sido factible, o bien habría evolucionado de forma totalmente diferente a como la conocemos.