Las imponentes ruinas de la mítica ciudad tallada en piedra y olvidada durante siglos
¡Ábrete, Petra! Maravilla entre maravillas. Enséñanos tus arcanos tesoros. Descúbrenos tu guarida oculta en el abrasador desierto jordano para poner ante los ojos del mundo los portentos que tus entrañas encierran. Mágico lugar donde las montañas se transmutan en monumentos.Petra: gema incrustada en lo profundo del laberinto montañoso de Arabia pétrea. Roca de la que Moisés hizo brotar agua para saciar la sed de su pueblo. Joya señera de la arqueología del Oriente próximo. Capital de un reino, ciudad de muertos, poblada de espíritus, leyendas y misterios, esculpida –más que levantada– por la mano del hombre y el cincel implacable del tiempo. ¡Ábrete, Petra!, cuéntanos tu épica historia, háblanos con tu lenguaje de templos y tumbas, de valles y barrancos, de acantilados esculpidos y de arenas polícromas.
Nos encontramos en Wadi Rum, una región desértica de inenarrable belleza. Es el lugar donde comienza la historia de Jordania, el relato de un pueblo, el nabateo, que asombró al mundo entero en su época y que hoy en día, muchos siglos después de su desaparición, sigue dejando perplejo a quien conoce su legado.
Durante los últimos 10.000 años, esa región ha sido el emplazamiento donde han tenido lugar algunos de los desarrollos culturales más importantes de la historia de la Humanidad. Allí se practicaron actividades agrícolas y metalúrgicas desde épocas muy tempranas y se crearon enlaces que permitieron los primeros contactos entre Oriente y Occidente, a través de las legendarias Rutas de la Seda y las Especias, una vasta red comercial que se extendía desde el este de Asia hasta los emporios de Jerusalén, Alejandría o Roma.
Todo empezó tras la caída del reino de Saba, cuando los nabateos, de estirpe árabe, emigraron del actual Yemen hacia el norte. Nómadas dedicados al pastoreo, fueron ascendiendo por la península Arábiga y ocupando progresivamente el Wadi Rum, hasta conseguir desalojar de estas tierras a sus antiguos pobladores, los edomitas, mencionados en el Antiguo Testamento. Los nabateos supieron comprender que el enclave era perfecto para controlar el tráfico de caravanas que con sus valiosas mercancías recorrían el desierto. Poco a poco, fueron haciéndose los dueños y señores de ese estratégico lugar. Se convirtieron en sedentarios y comenzaron a construir ciudades, como la que sería su capital, que ellos llamaron “Rekmu” , pero que posteriormente adquiriría el nombre de Petra, “piedra” en griego.
Oro, incienso y mirra del sur de Arabia, sales minerales y betún del Mar Muerto, especias, sedas y piedras preciosas de China e India, pieles de Africa, marfil y esclavos de Nubia. Todo era cargado a lomos de los dromedarios y transportado hacia los mercados del Mar Rojo y el Mediterráneo. Todo estaba bajo el control de los nabateos, que exigían el pago de fuertes aranceles por guiar o permitir el paso de las caravanas por sus territorios. Los reyes nabateos acumularon grandes riquezas gracias a ese tránsito de mercancías de lujo, gobernando en las regiones que hoy día pertenecen a Jordania, Siria e Israel. En aquella época – siglo II antes de Cristo – Petra estaba situada en la encrucijada de dos importantes rutas comerciales: una conectaba el mar Rojo con Damasco, y la otra el golfo Pérsico con Gaza, el principal puerto nabateo desde donde se enviaban las mercancías hasta las mismas puertas de Roma.
En medio del desierto, allí donde el sol calienta de modo implacable y se transforma en sinónimo de sequía y muerte, estaba la acogedora Petra, ciudad en la que podía encontrarse alimento, hospedaje y, sobre todo, agua fresca en abundancia para aplacar la sed de mercaderes y animales que llegaban a ella extenuados tras duras jornadas decamino. La ciudad contaba con un ingenioso sistema de aprovechamiento del agua, basado en canales, represas y cisternas tallados en la propia roca. Hasta la última gota del preciado líquido se recogía y conservaba. Higueras, jardines y alondras revoloteando hicieron de Petra un auténtico edén en medio del aire abrasador del desierto, donde parecía que nada podía sobrevivir. El sabio dominio del agua fue precisamente la clave que hizo de Petra una espléndida y próspera ciudad, que nada tenía que envidiar en recursos y refinamientos a las de otras urbes del Mediterráneo.
En medio de la nada
Viajamos hasta Wadi Musa – en árabe, el Valle de Moisés-, a las puertas de Petra. Queremos contemplar de cerca esta maravilla largo tiempo olvidada y azotada por siglos de tormentas de arena, inundaciones y terremotos. Ha pasado el tiempo y ahora Petra es uno de los lugares más visitados de todo Oriente Medio. Fue declarada Patrimonio Mundial por la UNESCO y, en 2007, proclamada una de las nuevas 7 Maravillas del Mundo.
Su emplazamiento añade magia al lugar. Petra se haya en medio de la nada. El desierto lo rodea todo. Aislada del mundo exterior, se oculta en un valle escarpado, rodeada de altas montañas y precipicios de vértigo. El lugar es prácticamente inexpugnable.
Entramos en la ciudad por la única vía posible: el siq, un angosto desfiladero de un kilómetro y medio de longitud que serpentea entre paredes montañosas. Por aquí transitaron las caravanas de mercaderes en otros tiempos. Éste fue también el camino que siguió el arqueólogo y historiador suizo Johann Ludwig Burckhardt en 1812, el primer europeo que pudo visitar las ruinas de Petra. Había oído leyendas acerca de una enigmática ciudad perdida en el desierto, pero tribus de la zona impedían el acceso a los extranjeros porque pensaban que en el interior de sus templos se escondían fabulosos tesoros. Durante años Burckhardt se preparó a conciencia para el viaje, aprendió las lenguas locales y las costumbres de sus habitantes y se vistió como ellos. Así, poniendo en riesgo su vida, disfrazado convenientemente, accedió a la zona con la ayuda de un beduino, un tal Hussein Jamal, a quien Burckhardt pudo engañar haciéndose pasar por un peregrino musulmán. Jamal aceptó el pago de dos herraduras por mostrar el camino a Petra. El explorador entró en la ciudad oculta y dibujó a escondidas varios bocetos de las maravillas que allí vio.
Hoy apenas si quedan restos de lo que fue la entrada de la ciudad: un enorme portón de quince metros de altura, decorado con estatuas y conchas. Las paredes del sombreado siq, creado por antiguos movimientos sísmicos de gran intensidad, son colosales y se elevan más de 100 metros. En ocasiones se hace tan estrecho que llega a producir una cierta sensación de claustrofobia. Se dice que Alejandro Magno no pudo conquistar la ciudad porque sus elefantes de guerra no cabían por este pasadizo.
De repente, a la salida del siq, enmarcada por las paredes oscuras del desfiladero, surge como por arte de magia una “aparición” estremecedora: un edificio nabateo majestuoso de resplandeciente color rojizo oscuro, hundido en la pared rocosa y tallado con martillo y cincel en la misma roca de la montaña. Es la primera y más espectacular visión de Petra, una “aparición” tan incongruente en medio de las montañas del desierto que parece un decorado abandonado del rodaje de una película Es el Khazneh - Khazne al-Firaun en árabe, o El Tesoro del Faraón -, una majestuosa tumba de 40 metros de altura y aproximadamente 28 m de ancho. Muestra una clara influencia griega en su estatuaria, nichos y columnas. En su armoniosa fachada el estilo corintio se manifiesta en toda su exuberante riqueza. En su interior hay simplemente una sala cuadrada. Si se la compara con el esplendor de la fachada, sus paredes aparecen extrañamente desnudas y desprovistas de adornos. Aquí te das cuenta de que los nabateos no hacían sus construcciones ajenas a la roca del paisaje, sino que formaban parte de ésta, la cual se tallaba y se daba forma a su antojo de manera magistral. El Khazneh se construyó de arriba abajo y fue excavado directamente en la roca, que lo encierra y protege.. El resultado es una armoniosa fusión de roca y monumento, donde la obra del hombre se confunde con la de la Naturaleza.
¿Era un templo, una tumba o un edificio del tesoro? Al parecer, cualquiera de las tres posibilidades es válida, aun cuando la denominación deriva de una leyenda que asegura que en la urna que corona el edificio se escondía el tesoro de un faraón. Durante muchos años, hasta que esto quedó oficialmente prohibido, los beduinos de la zona disparaban sus fusiles contra la urna, con la esperanza de ver caer el tesoro. Aún se aprecian los impactos de las balas. ¡En realidad sólo es piedra maciza! Es probable que el edificio se empleara para fines funerarios. Se cree que fue utilizado para albergar el cuerpo sin vida de Aretas IV, bajo cuyo reinado el pueblo nabateo alcanzó su máximo esplendor.
Contemplar el Khazneh al amanecer, en soledad, antes de la llegada de las hordas de turistas, resulta una experiencia casi mística. Da una idea de la emoción que debió sentir el explorador Burckhardt al contemplar atónito esta maravilla arqueológica
Dejamos atrás el Khazneh y nos encaminamos hacia el corazón de Petra, por la avenida de las Fachadas. Nos topamos con el teatro, excavado por entero en una ladera montañosa y construido por los nabateos en el siglo I antes de Cristo para un aforo de unos 3.000 espectadores. Lo hicieron siguiendo el modelo griego, más abierto hacia el exterior. Los romanos, tras la conquista de la ciudad, ampliaron considerablemente el recinto hasta llegar a los 7.000 espectadores, dotándolo de una acústica perfecta. Pero un terremoto lo dañó gravemente en torno al año 363 después de Cristo. Los romanos fueron también los artífices de la columnata, flanqueada por mercados y con una fuente monumental pública, el Ninfeo, dedicada a las ninfas acuáticas y que proporcionaba sombra y agua fresca en el calor del estío. A unos 400 metros del Teatro, se encontraba la ciudad propiamente dicha, es decir, donde sus habitantes vivían, paseaban, hacían sus compras o simplemente disfrutaban de sus ratos ocio. La zona aparece hoy casi desierta debido a los devastadores terremotos que en el primer milenio – y en particular en el año 551 – asolaron la región, provocando la destrucción de la mayoría de los edificios.
La extraña ubicación de las tumbas
El desfiladero deja de serlo a la altura del teatro y enfrente del mismo aparecen unos enterramientos colectivos imponentes, excavados en la barrera montañosa, denominados Tumbas Reales. Es especialmente destacable la Tumba de la Urna, del siglo I d. C.
donde, según suposiciones, fue depositado el sepulcro del rey nabateo Malikos II, inhumado en la tumba central y representado en la piedra que cierra la entrada a la misma. La explanada delante de la tumba está flanqueada por ambos lados de un pórtico dórico. En la época bizantina, esta tumba fue transformada en una inglesia cristiana. Otras tumbas son las de La Seda, interesante por la belleza de las finísimas vetas de su fachada, que crean tonalidades armoniosas y delicadas, y la Tumba Corintia, muy deteriorada por el viento y la arena, pero de una estructura similar a la de El Tesoro. Es indudable que debía tratarse de un sepulcro real o principesco, considerando la planta y las dimensiones del conjunto. Finalmente, la monumental Tumba-Palacio, de gigantesca fachada y construida en tres niveles superpuestos, el último de los cuales parcialmente construido. La planta baja presenta cuatro puertas enmarcadas por pilastras de tipo nabateo. Cada una de las puertas da acceso a una cámara sepulcral, tres de las cuales comunican entre sí. Probablemente una de estas cámaras era utilizada en su origen como triclinio para los banquetes funerarios.
Todos estos monumentos se encuentran profusamente decorados, lo que hace pensar que fueron edificadas para reinas y reyes nabateos. En Petra abundan las tumbas rupestres, desde las pertenecientes a la nobleza, hasta las públicas, pasando por los patéticos pozos donde se enterraban vivos a los criminales. Las tumbas del pueblo llano son simples oquedades sin ningún tipo de adorno ni escultura ornamental. Las creencias religiosas nabateas otorgaban varias almas a un solo individuo. Tras la muerte, si se protegía convenientemente el cuerpo, una de esas almas quedaría eternamente acompañando al cuerpo. Quizá esto explique la extraña ubicación de las tumbas de Petra.
Nos adentramos en el Témenos (terreno sagrado), en otro tiempo protegido mediante tres puertas. En su centro se alza las ruinas de lo que un día fue El Gran Templo nabateo, de considerables dimensiones. Su edificación se remonta a principios del siglo I. Probablemente fue un santuario, un lugar de culto en honor del cruel dios Dushara, representado usualmente con forma geométrica, al que los nabateos sacrificaban víctimas humanas. Pero los beduinos conocen este monumento como Kasr El Blint, que significa “Castillo de la Hija del Faraón”, por alguna razón desconocida. El templo constituye un documento excepcional de arquitectura, pues se trata de la única edificación nabatea, hallada hasta ahora en Petra, que no fue tallada en la roca viva.
Dirigimos nuestros pasos hacia la vía romana pavimentada, el Decumanus, construida en el 106 de nuestra Era y centro de la nueva ciudad. En su zona norte abunda las ruinas. Entre las de un segundo santuario conocido como Templo del León Alado a causa de los capiteles en que aparecen representados esos legendarios animales. El templo debió estar dedicado a la diosa nabatea de la fertilidad Atargatis, compañera de Dushara.
Mucho menos accesible es el Yebel ed Deir, la colina del Monasterio, uno de los enclaves más sorprendentes de Petra. Decidimos subir en burro la escarpada senda, con más de 800 peldaños, que nos separa de la cima. Allí se alza El Monasterio y el espolón rocoso en el que ha sido tallado. Su magnífica fachada alcanza una altura de 40 metros y es imitación evidente del estilo y la estructura de El Tesoro. Ocho columnas de capiteles jónicos enmarcan la puerta central Como todos los monumentos rupestres de Petra, la fachada de El Monasterio se construyó excavando la roca de arriba abajo. El monumento se remonta al reinado de Rabel II, el último rey nabateo. Fue utilizado de iglesia en el breve periodo cristiano de Petra, como atestiguan las cruces talladas en los muros.
La caminata en burro ha sido agotadora, pero ha merecido la pena. Desde la cumbre se abren unas imponentes vistas al Wadi Araba, el valle que se extiende desde el mar Muerto hasta Aqaba, el extremo sur de Jordania. Es el lugar perfecto para relajarse y tomar notas en el cuaderno de viaje. Petra transmite a quien pone los pies en ella una inmensa sensación de irrealidad. Su emplazamiento también añade magia al lugar. Es eterna, hermosa, silenciosa y solitaria. Un espectáculo para los sentidos. Petra huele a piedra. Nuestra retina se ha deleitado con la amalgama de colores terracotas de las rocas, que cambian dependiendo de la luz del día. Hemos visto tumbas, templos y palacios primorosamente tallados en roca viva, donde la obra del hombre rivaliza con la de la Naturaleza. Oímos el eco dejado por el trajín de los camellos en el siq, que parece revivir el pasado y transportarnos a la época de esplendor de la ciudad, cuando las ricas caravanas de mercaderes entraban en ella. Pudimos saborear un té en una jaima frente al Tesoro, la terraza con mejores vistas del mundo. Y sentir en nuestra piel la finísima arena rosa y roja omnipresente en la ciudad, fruto de siglos de erosión.
Los arqueólogos todavía no han descubierto toda la riqueza monumental que encierra Petra. Aseguran que sólo se ha encontrado alrededor de un tercio de lo que un día fue la ciudad más rica de Arabia. Una gran parte del centro urbano aún continúa oculto bajo las arenas del desierto. El Gran Templo se encuentra en proceso de excavación y restauración. La calzada original recientemente desenterrada a los pies de El Tesoro ha puesto al descubrimiento lo que parece ser otro templo subterráneo. Otras excavaciones han sacado a la luz grabados rupestres de animales salvajes y domésticos, escenas de caza y de guerra, una cerámica delicada, así como un gran número de esculturas nabateas de una gran belleza.
En los siglos inmediatamente anteriores y posteriores al nacimiento de Cristo, los nabateos vivieron el periodo de máximo esplendor. En varias ocasiones los romanos intentaron, sin fortuna, conquistar Petra. El emperador Trajano lo consiguió finalmente
en el 106 d.C. A partir de entonces, la dinastía nabatea se fue extinguiendo progresivamente, pero la población coexistió con los romanos durante más de un siglo. Cuando Petra pasó a formar parte del Imperio cristiano bizantino en el siglo IV, la Tumba de la Urna fue convertida en iglesia. Pero con el establecimiento de la era musulmana en el siglo VII, comenzó a ignorarse el destino de la ciudad. Serían el declive y la destrucción lo que hundiría a Petra durante doce siglos en el olvido. Durante todo ese tiempo permaneció ignorada por los occidentales y sólo acudían a visitarla los beduinos, los únicos que conocían su emplazamiento exacto en medio del desierto.
Petra era sólo una ciudad fantasma en el siglo XIX cuando un intrépido aventurero consiguió adentrarse en ese lugar misterioso y revelar al mundo las maravillas del último refugio del reino nabateo. Nacía así el mito de Petra y de lo que todavía queda por descubrir.
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